24 noviembre 2007

Análisis ético 1: “Network (Un mundo implacable)”

El laureado filme de Sydney Lumet (con cuatro Oscars en su haber, tres para los intérpretes y uno debido al magnífico guión) intercala inteligentemente varias subtramas (el programa televisivo sobre los terroristas o la relación entre Diana y Max) pero todas giran alrededor de un excéntrico personaje principal, que es Howard Beale.

Lumet trata a los medios de comunicación en general, y a la televisión en particular, como un mundo paralelo lleno de frialdad y manipulación, donde el dinero y las audiencias son los que rigen la continuidad o no de un programa y no su cuestionada ética (no me imagino lo radical que hubiera sido el filme si Lumet y Chayefsky –el guionista- hubieran conocido la televisión actual antes de hacer su producto, con el actual auge de los “reality shows”, el descorazonado mundo del corazón o las violentas imágenes que muestran los informativos).
Los creadores, aunque vislumbran perfectamente entre líneas su punto de vista durante todo el metraje, hay un instante en que expresan su más clara y sincera opinión sobre los “mass media” mediante la boca de Beale en su programa semanal: “La televisión es el Evangelio, la última revelación. El televisor puede ser la fortuna o la ruina de presidentes, papas, primeros ministros... El televisor tiene el más imponente y maldito poder que existe en nuestro desorientado mundo y ¡ay de nosotros si llega a caer en manos de los malvados!”.

Esta es una durísima crítica que, irónica y paradójicamente, cuenta el protagonista en antena en su programa semanal. La influencia de la televisión ha marcado ya dos generaciones y continúa teniendo millones de adeptos a diario. Es la actividad diaria a la cual dedicamos más tiempo, tan sólo por debajo de las horas de sueño, por lo que sus contenidos son decisivos en la vida de la sociedad. Afortunadamente, con la irrupción de internet, esta siendo cada vez más difícil tratar de focalizar a la gente en una sola verdad.

Si alguien quiere informarse debidamente sobre un asunto, puede contrastar los datos con infinidad de medios escritos, radiados, audiovisuales y, sobre todo, virtuales. Ya sean españoles, o de cualquier país con tan solo un “clic”. Otro asunto es que la gente realmente no esté interesada y se coma lo primero que le ofrezcan... pero yo confío en que con el tiempo esto cambiará.

Tras mostrar el poder que tiene la televisión en la sociedad, Beale sigue con una definición de lo que realmente es este influyente poder: “La televisión no es la verdad. La televisión es una maldito parque de atracciones, un circo, un carnaval, narradores de cuentos, bailarinas, cantantes, malabaristas... Fenómenos domadores de animales y jugadores de fútbol. Es una fábrica para matar el aburrimiento”.

Lo más sorprendente del discurso es que, tras acabar, Beale cae estrepitosamente, quedando inmóvil tendido en el suelo. El público, en lugar de preocuparse, aplaude con fervor mientras la cámara se acerca al presentador para mostrar a los espectadores un primer plano. Esta desgarradora secuencia nos demuestra cómo hasta para la gente que ha asistido al programa, Beale tampoco es real, no es humano para ellos y por eso no le atienden ni se intrigan por lo que le haya sucedido.

Otra secuencia interesante es cuando Frank (Robert Duvall) discute con otro directivo si continuar con el programa informativo de Beale tras su anunciación de suicidio. Aunque moralmente sería inhumano sacar a ese hombre en antena, resulta que ha copado las portadas de todos los periódicos, por encima de atentados, delincuencia y demás acontecimientos reales (con lo que tampoco Lumet salva a la prensa de la crítica por ser unos sensacionalistas que buscan las ventas y la polémica en lugar de la verdad). Esto me recuerda al caso reciente en el tren de Cataluña, donde un desalmado agredió a una ecuatoriana mientras hablaba por el móvil. Situaciones violentas como esta hay miles en España, pero por el simple hecho de que una cámara grabó el desagradable suceso, todo el país ha sido obligado a ser testigo, sin que ello albergue un mínimo ápice de información. El resultado de tal irresponsabilidad por parte de los medios: una crisis diplomática entre España y Ecuador.
Volviendo a la conversación entre Frank y el directivo, el primero propone mantener en antena a Beale para seguir ganando audiencia, algo que no tolera el segundo: “Eso infringe todas las reglas de respetabilidad de una cadena de televisión”. A lo que Frank responde “No somos una cadena respetable. Somos un prostíbulo y hemos de aceptar cuanto podamos conseguir”.
Otra subtrama destacable son los acuerdos que establece Diana (una sobreactuada Faye Dunaway) con un grupo terrorista para que grabe sus atentados en vídeo y así poder hacer un programa semanal con sus ataques. Es la cúspide de la falta de sensibilidad y sentido común, el cúlmen de intentar hacer dinero a cualquier precio. El hecho de que una directiva de televisión financie y anime a un grupo terrorista a que cometa un atentado cada semana demuestra una crueldad brutal, un límite prácticamente imposible de superar (de hecho, se podría haber hecho un filme tan sólo con este argumento).

El último aspecto que me gustaría destacar es la relación sentimental que se establece entre Diana y Max (William Holden). Él es un hombre maduro, experto en el manejo de la televisión y un mito entre los estudiantes de periodismo. Ella, una voraz tiburona ambiciosa que sólo piensa en cómo hacer para que la audiencia sintonice su cadena. Max deja a su mujer tras 25 años de matrimonio (en una magistral secuencia en la que ella, tras preguntarle si ama a la mujer con la que está, él responde con la dura frase “No sé lo que siento, pero me alegro de poder sentir algo”) y una familia para estar con ella. Diana, sin embargo, no puede tratar a su nuevo amante como una persona real, sino que confunde la relación con un guión televisivo ficticio, tomando a su pareja como una persona irreal. Lumet sobrepasa la personalidad de la profesión en el mundo televisivo al ámbito privado, afirmando que una persona que actúa tan fríamente todos los días en su trabajo, luego no puede llegar a casa y quitarse la careta de maldad, ya que la lleva intrínseca y se extrapola a todos los ámbitos de su vida.

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